Los poetas del Olimpo
ejercen la poesía como un sacerdocio,
es comprensible que se sientan alarmados
por nuestra irreverente presencia,
ateos incorregibles del Olimpo,
eternos anarquistas de la mitología.
Si hay que llamar a las cosas por su nombre,
somos los concubinos de la poesía,
los amantes ilegales de la palabra.
Ella baja de los castillos de cristal,
frágil y danzarina como una corzuela.
Nosotros la acechamos desde el viejo bodegón
donde solemos amanecer con nuestras sombras.
Allí a pleno sol la desvestimos.
hasta descubrirle cada poro del sonido,
hasta sentirla abandonada a nuestra sangre.
Después, la echamos a caminar el mundo,
a entregarse bravía a cada pueblo,
a sumergirse en la fogata
donde el hombre muere y resucita,
a tatuarse la piel de tierra, mar, acero,
cielo con la contradicción humana.
A ser abeja reina para ser fecundada,
ser colmada de vida por la vida,
a parir una y mil veces cada día,
y esparcir su oral simiente por el viento,
para que se transformen en susurro, gemido,
inundación de voces en la tierra.
Por las noches, cuando vuelve,
temblando en sus caderas una sílaba,
cansada de beberse tanto idioma,
con maldiciones y juramentos de amor hasta en el pelo,
desfloramos su verbo hasta hacerlo canción.
Finalmente, emprende su regreso al Olimpo,
inexorablemente preñada de nosotros.
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