La alucinante monotonía
de este siglo electrónico, atómico, atónito,
nos apuñala los párpados,
por el lado más oscuro del incendio.
Me duele desesperadamente
el silencio amarillo,
que fue dibujándole barrotes
al canto de los pájaros.
Salgo a buscar un rostro, un país,
un idioma que nos contenga,
y me acorralan las mentiras, la indiferencia,
formas elegantes de durar con miedo.
Siempre el silencio, el silencio bastardo,
que nutre y ampara a tantos carceleros.
Desato la mañana lentamente,
sumergida en un cielo desteñido,
entre rectángulos de hollín,
que recorren las paredes,
y me aplastan, me ahogan,
los letreros que me alquilan,
los avisos que me venden,
los decretos que me ignoran.
En ese instante mi poema estalla.
Mi palabra en carne viva,
sale a buscar un modo de nombrarnos.
Porque en definitiva,
yo no puedo ofrecerte el pan de esta mañana,
ni levantar tu casa.
Puedo pedir ese cansancio tuyo,
juntarlo con mi bronca, la ternura,
para poner la luz en su lugar,
el sol del lado izquierdo,
donde crece musical la vida
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